lunes, 17 de noviembre de 2008

Un adiós y hasta pronto

Al Padre Alvaro Argûello, S. J.

 

Esta noche las manos del gigante no tiemblan, están adormecidas al igual que el resto de su cuerpo. Todo menos su mente. Para esta noche, algún cóctel farmacéutico se ha apoderado del cuerpo de Álvaro Argüello Hurtado S.J., esta noche en la que se reúnen decenas de personas para rendirle un tributo, una despedida en vida a quien sirvió con fervor al Señor y a la historia de Nicaragua, las dos grandes pasiones de este gigante.

 Son las seis de la tarde y el tráfico está en su hora pico, las filas de carros son largas y pesado es el ambiente con tanto calor. Ya sé que no voy a llegar a tiempo, pero debo perseverar. Finalmente llego a la Universidad Centroamericana, está repleta y no hallo donde parquearme. Me decido por una de las vías donde varios carros obstaculizan el movimiento fluido de los vehículos.

 Cuando arribo al auditorio Xabier Gorostiaga logro comprender el porqué de tantos carros. El lugar está repleto, el acto ya ha comenzado y la gente sigue llegando. Después de mucho trabajo logro situarme dentro del auditorio al lado de una puerta. Pero poco tiempo después entre el ir y venir de la gente y la incomodidad me resigno a disfrutar el acto desde afuera.

 Hay una pausa, ya mucha gente ha hablado, a algunas les reconozco las voces y a otras no. Ahora viene una voz inconfundible, aún a través de una ligera gripe se puede distinguir a Carlos Mejía Godoy.  Y empieza. Inician las canciones de las que ningún nicaragüense se escapa de sentir nostalgia al escucharlas. Es hora de asomar mi cabeza a través de la gente. Tal vez si pongo suficiente atención pueda ver el momento en que el ir y venir del acordeón provoca que el padre Argüello derrame una lágrima agridulce. Él ha escogido las canciones de esta noche y no creo que haya sido una tarea fácil. Sus manos se mueven lentamente y con una servilleta limpian los acordes que descienden por sus mejillas.

 En su fragilidad este hombre saca de cada persona en el auditorio un sentimiento diferente, pero la simpatía y el amor por alguien que tocó tantas vidas es unánime entre todos los asistentes. Cada persona presente tiene alguna historia sobre el tiempo compartido con este hombre, y unas cuantas tienen el privilegio de compartirlo con el auditorio entero. Familiares y amigos desfilan ante el podio y exhiben el vínculo que los une.

 Sin embargo lo que más conmueve esta noche no es la música o los testimonios, es la fortaleza que mantiene la mente de un hombre cuyo cuerpo fue devastado por el Parkinson. Probablemente sus manos nunca temblaron ante preocupaciones, y parece ser un destino cruel para un gigante de la historia nacional. Aún cuando entra en una silla de ruedas, se nota que en las caras de las personas que ve recuerda cada momento vivido con ellas con infinita nitidez.

 Pero, esta noche sus manos no tiemblan, como hace muchos años cuando aún era un joven novicio de la orden ignaciana e introdujo al país manuscritos y datos sobre Sandino a pesar de estar en plena dictadura somocista. Esta noche no habla mucho, solo llora de manera agridulce. Y es poco para un hombre que se despide en vida, porque pronto viene la muerte. No muchos hombres tienen este privilegio de saberse amado de tal manera y despedirse antes de morir, pero para cualquier otro sería un suplicio.

 El acto ya va terminando, Carlos Mejía le guardaba aún una sorpresa, musicalizó un poema para él y gracias a él. Es un homenaje digno. En este momento es notable que la mayor parte del auditorio ya se encuentra entre lágrimas. Ahora lo puedo ver todo claramente, estoy a unos metros de él y me doy cuenta de que son pocos los seres humanos que podrían provocar esta respuesta en una multitud.

 Todo se ha ido y venido en un abrir y cerrar de ojos. Un homenaje de la Rectora, testimonios de sus sobrinos para quienes él siempre será el Tío Padre, canciones de Carlos Mejía, videos sobre sus años de juventud y mucho más. Todo es breve y pequeño comparado a este gigante. En las palabras de Mayra Luz Pérez ha sido la Ilíada de este hombre.

 Ya son las ocho de la noche. Es tiempo de despedirse personalmente. Montones de personas lo rodean y yo estoy esperando turno con mi madre. Es un hombre que he conocido toda mi vida y no sé que sentir. Al fin me acerco, lo abrazo y con voz débil mi padrino me pregunta  “¿cómo van las clases Billykito?”. Aún en este momento, cuando se despide en vida, se preocupa por los demás. Es la fortaleza y bondad a la que todos aspiramos tener.

 El gigante se despide, pero no es un adiós eterno, lo llamaremos un hasta pronto. Mientras tanto hemos de seguir el sonido de sus pasos por la vida y tratar de llenar el vacío que va a dejar.